Conversatorio 2: Pandemia sin
espárragos ni frutas - y con mosquitos
Marco Antonio Estrada Saavedra
(COLMEX-México), Alejandro Agudo Sanchíz (UIA-México), José Luis Escalona
Victoria (CIESAS-México). Julio, 2020
M ESTRADA: Agrego una idea que me
provoca observar los efectos sociales de la pandemia. Por un lado, presenciamos
cómo diferentes órdenes sociales (o sistemas sociales) encuentra dificultades
para reproducirse (crisis), por lo que en él se ensayan formas (momentáneamente)
alternativas de darle forma y sentido. No sé si esas formas nuevas prevalecerán
(soy escéptico, en realidad), pero sí permiten ver procesos diferentes de
articulación que demuestran la fuerte base de contingencia sobre la que estos
órdenes se erigen. Lo anterior me lleva a pensar que lo que estamos
presenciando en estos meses debería ser visto como un momento interesantísimo
para los científicos sociales, que debería predisponernos a reevaluar o
repensar nuestras teorías sociales. ¿Nos ayudan a entender lo que está pasando
o son un obstáculo?
A AGUDO: Curiosamente, esta es la pregunta
que los verdaderos científicos sociales siempre se plantean (o han de
plantearse), para lo cual sigue siendo necesario lo mismo de siempre, con o sin
coronavirus: salir ahí afuera y contrastar la evidencia empírica con lo que
tenemos para ver si nos sirve o hay que modificarlo … la teoría siempre es
producto de la práctica. Lo que es necesario es apartarse de las profecías
(apocalípticas o redentoras) y de las cajas negras empíricas de los filósofos
de moda y ver qué está ocurriendo en lugares y comunidades específicas antes de
escalar la comparación a niveles superiores (en principio, entre lugares o
situaciones similares) para arribar a conclusiones. Lo malo es que, como
siempre, esto toma tiempo y sirve para explicar situaciones que muchos desdeñan
como ex post facto, a menudo poco propicias para ofrecer
soluciones universales o promesas de salvación. Por eso, siempre será más
perentorio el anuncio de una “nueva vacuna contra el virus” o un anuncio de un
proceso de “autoinmunización” (aunque no tenga suficiente base empírica) que
una explicación crítica de los factores o componentes de los problemas y de la
contribución de la “ciencia” a los mismos.
JL Escalona: La situación nos invita a repensar, claro. Sin embargo, el problema no está en la teoría misma, que por su forma está destinada a ser exactamente un instrumento para pensar (y no un sustituto). Se podría entonces tomar como un conjunto de marcos, herramientas, coordenadas que buscan ir más allá del pensamiento espontáneo para formular problemas de conocimiento y posibles respuestas. Por ello mismo exige, al mismo tiempo, localizarse en la complejidad y la intensidad de los acontecimientos y deslocalizarse para entenderlos incluso más allá de su propia localización. Eso es algo que justamente nos permite tomar distancia del pensamiento espontáneo (simplemente preguntándonos si lo que vemos como único en el acontecimiento humano no comparte elementos con otros acontecimientos en otros lugares y tiempos, o no comparte elementos con la experiencia humana en sí, más allá de su localización inmediata). Tampoco es que la situación sea más compleja hoy; ni siquiera sabemos si se ha transformado sustancialmente o representa sólo una distinta exposición o visualización de procesos que ya estaban presentes (como lo discutimos en el anterior conversatorio). Como crisis (en el sentido que plantea Marco) me parece que lo interesante de la pandemia y las respuestas a ella es que nos recuerda lo endeble que son tanto las teorías científicas como los constructos sociales que en otras circunstancias se nos presentan como instituciones y formas de entendimiento muy sólidas. Es decir, parafraseando a Berman y a Bauman (que parafrasean a Marx -usando una expresión posiblemente mal entendida y traducida según la biografía de Sperber) la pandemia tiene los mismos efectos que la historia social, la revolución y la modernidad: Todo lo sólido se desvanece en el aire. Lo curioso es que, a diferencia de esas otras licuefacciones sociales que movilizan cosas, personas, signos, ideas y todo lo que se ponga a su paso, ahora lo social (los constructos sociales que incluyen las abstracciones o teorías) se desvanece al inmovilizarse parcialmente, en unas esferas, para algunos, o al trasladar la movilidad a un espacio virtual (como estos conversatorios). Sí, el tema de la inmovilidad se velve central (ver sobre el tema el seminario organizado por Sandra Martínez en la Universidad del Valle, en Cali, Colombia: (In)movilidad en las Américas en tiempos de pandemia)
M ESTRADA: Quisiera enfocar nuestra discusión sobre los efectos del coronavirus en diferentes ámbitos de la sociedad al tema de la migración y, más específicamente, al de la migración forzada y el asilo político en Alemania.
En contra de toda prueba, en la
opinión pública se habla –sobre todo en las primeras semanas tras la llegada de
la pandemia a los diferentes países– de que el COVID 19 afectaba a la sociedad
en su conjunto prácticamente de manera democrática. Este clisé es falso. Es
cierto que todos estamos expuestos al contagio, pero las condiciones sociales,
la información y los recursos con los que cuentan los distintos sectores de la
población son muy diferentes y desiguales. La amenaza viral universal puede ser
enfrentada, como hacen las clases altas, retirándose a la casa de campo, confinándose,
como las clases medias, en la casa propia con jardín y ahorros en el banco o
teniendo que salir a la calle a ganarse la vida y regresar por la noche al
hacinamiento familiar, como en los sectores populares activos en la economía
informal. La desigualdad social media nuestra experiencia y capacidad de
respuesta al coronavirus.
En la rica Alemania la situación no
es muy diferente a la descripción general que arriba apunté, salvo por el hecho
de que aquí prácticamente no existe el sector informal y que la población en
paro goza de seguro de desempleo y/o una renta mensual de apoyo social. Por
supuesto, esta población tiene que vivir confinada en piso de pocos metros
cuadrados, pero tiene acceso, en general, a servicios médicos. Todo ello sin
mencionar que el Estado ha elaborado en las últimas semanas paquetes económicos
y sociales de billones de euros para proteger economía, industria, empresas y empleo
nacionales como respuesta para mitigar los efectos más destructivos y anómicos
de la pandemia y el paro de las actividades económicas, sociales, educativas,
etc., y poner al país y su economía en mejores condiciones de competitividad
global una vez que se “normalice” la situación.
Sin embargo, hay un “sector” de la
sociedad que experimenta la crisis de una manera distinta al resto y cuya
situación dice mucho sobre cómo funciona la desigualdad, la discriminación y el
racismo en el país. Me refiero al sector de los refugiados de guerra y los
solicitantes de asilo. En primer lugar, la gran mayoría de ellos vive en
albergues comunitarios de diferente tipo y con servicios y equipamiento
distintos. Algunos alojan desde unas docenas hasta unos cuantos miles de
“residentes”. No se tratan de “instituciones totales”, porque los refugiados y
solicitantes pueden salir de los complejos, pero gran parte de su vida diaria,
en especial la de los solicitantes de asilo, la realiza en estos complejos.
Dependiendo del tipo y tamaño de asilo, los dormitorios, las cocinas,
comedores, cafeterías, baños y duchas son colectivos. Lo que predomina es la
falta de privacidad y la convivencia forzada. No hay, entonces, manera de
aislarse. Así, a pesar de las advertencias de ONG de redistribuir a los
residentes de manera descentralizada y con poblaciones menores en tamaño, para
evitar contagios y que los albergues se volvieran focos de infección y
trasmisión del coronavirus, la gran mayoría de las autoridades desestimaron las
advertencias. “¿Para qué hacerlo si se trata sólo de extranjeros? ¿Para qué
gastar más recursos en ellos? Además, en sus países están acostumbrados a vivir
en grandes grupos”. Como era previsible, empezaron los contagios y en una
medida alarmante. Y, como también era previsible, inició la retahíla de
prejuicios para explicar el número “anómalo” de contagios en ciertos albergues
del país: se trataría de una población sucia, que desconocería las medidas
mínimas de higiene porque en sus países no existirían; una población sin el más
mínimo de sentido de responsabilidad civil que no sabría cuidarse a sí misma
cuidando a los otros, etc. Pocos se atreven a mirar las cosas de frente y
reconocer que el contagio de coronavirus en este sector de la población es la
consecuencia lógica de decisiones políticas y administrativas propias de la
lógica del régimen de migración y del sistema de asilo que facilitan la
difusión de la pandemia debido a la exclusión mediante concentración, la
desigualdad social y la restricción de ejercicio de derechos civiles al
trabajo, a la elección libre del lugar de residencia o la libertad de movimiento.
En
fin, la medida que se ha tomado, casi a raja tabla, consiste en poner en
cuarentena al conjunto de la población y/o aislar a los enfermos y casos
positivos. Así, población sana y enferma conviven forzadamente y se les prohíbe
salir de los albergues –a diferencia del semi confinamiento en el que se
encuentra el resto de la población del país, que no ha sido extremo como en Italia,
Francia o España. Aquí, podemos salir a hacer compras, pasear por un tiempo
indefinido y por donde uno guste, hacer deporte al aire libre de manera
individual, en grupos de dos personas o más si pertenecen a la misma unidad
doméstica. Si alguien se contagia en un edificio habitacional de varios pisos,
sólo la persona enferma queda en cuarentena (que no es necesariamente vigilada
por la autoridad, aunque en principio podría hacerlo). Personal del sistema de
salud y empleados públicos piden datos de las personas con las que tuvo
contacto últimamente con el fin de reconstruir la posible cadena de contagios e
informar a los posibles afectados. Las autoridades creen la palabra de la
persona en cuestión. En cambio, a los refugiados y solicitantes de asilo no se
les pregunta nada. Simplemente, se le impone una medida administrativa y
sanitaria y se les coloca en cuarentena.
La
situación de esta población vulnerable se agrava por el hecho de que la gran
mayoría de la información oficial se publica en alemán (a veces también en un
inglés o francés rudimentarios, y rara vez en árabe, farsi u otra lengua). Se
enteran de que están en cuarentena, porque el personal de vigilancia les ha
prohibido salir, de un día para otro, y no está muy dispuesto a dar
explicaciones mayores (en parte, porque no hay una lengua franca gracias a la
cual pueden entenderse). Un carro patrulla de la policía, postado a la salida
de los albergues vigila que se cumpla con la regulación sanitaria. Es cierto,
sin embargo, que ONG y grupos solidarios y de activistas procuran ofrecer
información a refugiados y solicitantes de asilo. Para una población que ha
huido de la guerra y ha pasado por experiencias traumáticas, dolorosas y
violentas de migración (por ejemplo, en los infames campos de refugiados en
Libia, en donde los migrantes son esclavizados, explotados laboral y
económicamente, violados, vendidos o reclutados para milicias y grupos armados
irregulares), el encierro y el ambiente de temor, incertidumbre y
desinformación en el que viven los retraumatizan. Ya se han registrado algunos
tumultos en diferentes albergues en el país.
Las
teorías de la conspiración, de las que ya hemos hablado anteriormente, también
juegan un papel significativo en la reproducción del virus del racismo, la
xenofobia y la radicalización política. Estas “teorías” –sería mejor
denominarlas “narrativas”, porque de teorías no tienen nada– son “instrumentos
cognitivos” que se movilizan para dar una sensación de control y comprensión de
una situación ambigua, amenazante y disruptiva. Su función consiste en hacer
creer que se entiende qué está pasando, quién es el responsable y que uno puede
hacer algo en contra de la situación y el responsable. El maridaje de prejuicios
racistas y teorías de la conspiración crean un ambiente agresivo y xenófobo que
tiene efectos discriminatorios y excluyentes. Nada más fácil afirmar que,
porque el virus provino de fuera del país, los extranjeros, empezando con los asiáticos,
serían los responsables de la situación. (Este prejuicio primitivo se traduce
en insultos, escupitajos y golpizas en la calle a personas con apariencia
“asiática”.) Para controlar la pandemia, se fabula, habría que encerrarlos o
mantenerlos confinados, se debería cerrar las fronteras nacionales y, en el
caso específicos de los refugiados, no habría que permitir su llegada a
Alemania procedentes del inframundo de los albergues formales e informales en
las islas griegas en el mar Egeo. En esos albergues, con capacidad oficial para
4 o 5 mil residentes, viven hacinadas 45 mil personas sin servicios mínimos –“el
tercer mundo en las puertas de Europa”, se dice por aquí, aunque para ser más
justo, ese “tercer mundo”, que no se ubica sólo en las regiones fronterizas de
la EU, sino también en el corazón de muchos países, se asemeja al “tercer
mundo” no sólo por las condiciones infrahumanas de alojamiento en que está esta
población, sino, sobre todo, por la arbitrariedad de las decisiones políticas y
la suspensión o dilación del Estado de derecho para proteger a esta población. Población
de solicitantes de asilo que el absurdo sistema de asilo europeo (Acuerdo de
Dublín) hace que se concentre en los países de la frontera sur de la EU y no
pueda ser redistribuida, equitativa y solidariamente, entre los diferentes
miembros de la Unión.
Para
mostrar su rostro humanitario y comprometido con los valores fundacionales de
la EU, ya en noviembre del año pasado Alemania quiso poner el ejemplo de traer
al país a un contingente de la población más vulnerable de estos solicitantes
de asilo, es decir, a menores de edad no acompañados, mujeres y personas
enfermas. La acción no se llevó a cabo sino hasta mediados de abril y tras
mucha presión de diferentes grupos de la sociedad civil. La razón del enorme
retraso (siempre a costa de la salud y bienestar de estas personas), fue, simplemente,
que Alemania no quería “abrir unilateralmente sus fronteras” con el fin de evitar
que se repitieran las escenas de migración masiva del 2015. Así que esperó a que
toda la Unión se declarara dispuesta a recibir a parte de esta población, pero
nadie lo hizo, salvo Luxemburgo y únicamente en marzo. Posteriormente otros
pocos países (“la coalición voluntaria”) hicieron los mismo. Magnánima, Alemania
trajo, en abril, a unos 50 chicos. La acción fue celebrada con bombo y platillo,
pero, soto voce, se lamentó de que su perfil “no era el deseado”: niñas,
mujeres y enfermos de gravedad. En cambio, llegaron niños de entre 13 y 16
años, sencillamente porque, después de los varones jóvenes y adultos, son el
sector de refugiados más importante por su número. Chicos de esa edad
representarían, para las autoridades y un sector de la opinión pública,
importar futuros criminales difíciles de integrar a la sociedad. De allí la
desazón por los refugiados que realmente llegaron. Por cierto, otra de las
causas del retraso del “rescate” de este grupo, es que no se quería tomar el
riesgo de traer el coronavirus de los campos de refugiados insulares, por lo
que al ministro del interior le pareció que era mejor esperar a ver cómo se
desarrollaba la pandemia antes de tomar una acción que podría poner en peligro
a la población alemana.
La
situación de los solicitantes de asilo en las islas griegas puede parecer, en
medio de la pandemia, una suerte de estado de excepción dentro del estado de
excepción. La EU hace todo lo posible para hacer insoportable la vida de los
pocos refugiados y migrantes que llegan a su frontera –en realidad, pocos en
comparación con la gran mayoría que se queda en su país de origen o en el país
vecino al suyo esperando retornar a su patria cuando las condiciones mejores.
Recrear con saña las condiciones del “tercer mundo” en los albergues de Grecia,
los Balcanes, Hungría, Turquía y diferentes países del Magreb con los que la EU
tiene acuerdos de control migratorios y de repatriación a cambio de ayuda para
el desarrollo, tiene el fin político de enviar a los migrantes la clarísima
señal de que “nos los queremos aquí. Si acaso logran sobrevivir la travesía por
el Mediterráneo, Frontex los capturará y los regresará a África; pero si acaso pisan
el suelo europeo, vivirán en condiciones desastrosas, desesperando por un
proceso de asilo kafkaesco y haremos todo lo posible para no permitirles
avanzar hacia el norte. La migración ilegal no es una buena solución a sus
problemas, esperen mejor la ayuda para el desarrollo que la EU tiene para sus
países, porque es mejor combatir las causas de la migración en los países de
origen que aquí, etc.”
Entre
los refugiados y asilados de guerra reconocidos en Alemania, la pandemia ha
desarticulado, como en el resto de la sociedad, su cotidianeidad. Una
cotidianeidad que supone asistir a cursos de aprendizaje de alemán y de
integración (civismo y cultura alemana). De tal suerte, el poquísimo contacto
que tenían con alemanes en las escuelas de idiomas o en los espacios de grupos
y colectivos solidarios con los refugiados y migrantes, se ha reducido a
interacciones virtuales y muy esporádicas. Viven semi aislados en los
albergues. Muchos de los que han iniciado cursos de profesionalización o los
que ya cuentan con un trabajo formal se encontraran, seguramente, desempleados
o sin poder continuar con su formación profesional debido a la suspensión de
actividades productivas. Es muy probable que, cuando se reinicien las
actividades económicas, los empleadores prefieran contratar a alemanes antes
que a extranjeros. La situación de casi empleo total antes de marzo pasado no podrá
ser recuperada con rapidez… Retomo la
mención de Alejandro sobre los “filósofos de moda” y la necesidad de salir al
campo a ver lo que realmente está pasando. La pandemia y las medidas sanitarias
para su combate movilizan, entre muchos académicos, de inmediato el horizonte
de ideas de Giorgio Agamben. Esto no sucede sin razón, porque nos encontramos
legalmente y de facto en un estado de excepción. Sin duda, esta noción resulta
práctica para encuadrar el problema, pero los científicos sociales deben ir más
allá de la reflexión filosófica. En efecto, hay un estado de excepción en la
medida en que el ejercicio de derechos civiles y políticos básicos no pueden
ser ejercidos temporalmente de la manera acostumbrada antes de la pandemia: no
hay libertad de reunión, manifestación o movimiento, tampoco se puede ejercer plenamente
el derecho a la educación, al trabajo, al comercio, a la libertad religiosa,
etc. Pero ¿cómo se vive todo esto concretamente? ¿Acaso nos hemos convertido
todos en “homines sacri”? ¿Es el estado de excepción que se vive en Italia
equivalente al chino, húngaro o peruano? ¿No hay diferencias en la manera en
que se despliega esta excepcionalidad si se trata de una democracia consolidada
o un país en desarrollo con infraestructura médica insuficiente y precaria? ¿Será
verdad que toda la población está sometida de la misma manera al derecho
soberano sobre la vida y la muerte?
Éstas
y otras preguntas deberían poner en guardia a los antropólogos y sociólogos
frente a la seducción del gran discurso apocalíptico y metafísico de filósofos
e intelectuales enamorados de discursos poderosos, pero poco complejos y sin
verificación empírica. Pongo un par de ejemplos que observo aquí en Alemania
para ilustrar lo que digo.
La
primavera es la temporada de cosecha de espárragos, una suerte de fin oficial
del largo y oscuro invierno. Los alemanes los consumen con gran placer en
diferentes formas en los siguientes dos meses. El espárrago es, ahora bien, una
planta difícil de cultivar y cosechar. En las últimas décadas, trabajadores
agrícolas temporales provenientes de Polonia, Bulgaria, la República Checa y
otros países del oriente de Europa, reciben permisos de trabajo para la
cosecha, que los alemanes ya no quieren levantar por la dureza de la labor y
los bajos salarios que se devengan en el sector y por esta actividad–bajos
salarios que, no obstante, son atractivos para los trabajadores agrícolas extranjeros.
Este año, la rutina de la temporada de cosecha ha sido distinta por el
coronavirus. El cierre de fronteras nacionales –una probable violación al
principio de fronteras intraeuropeas abiertas del Acuerdo de Schengen– impidió,
en un primer momento, que llegaran a Alemania los cosechadores foráneos. Primer
prejuicio: cerrando las fronteras, el virus no puede entrar al territorio
nacional. Segundo prejuicio: el virus proviene de fuera –ese fuera puede ser
China, Polonia o lo que convenga de acuerdo con la situación y el interés en
juego. ¿Pero es que no vamos a disfrutar de los espárragos esta temporada, se
preguntaban los alemanes consternados por la posibilidad de que una de sus
costumbres culinarias más apreciadas no pudiera recrearse este año? La ministra
de agricultura del país sugirió que estudiantes, desempleados y refugiados
podrían sustituir a los trabajadores agrícolas extranjeros. Para no violar la
ley de asilo, a los refugiados se les podría otorgar un permiso temporal de
trabajo para salvar la temporada de espárragos. Se trataría, debería quedar
claro, de una acción única que no generaba derechos posteriores (permanencia en
el país, por ejemplo), ni mayores obligaciones de sus empleadores (pago de
contribuciones al servicio social, por ejemplo).
La
acción fue un fiasco debido a que la cosecha de espárragos es una labor dura de
realizar, escarbando el suelo durante 10 horas al día, y que exige una técnica
precisa y difícil de aprender, porque, de lo contrario, se rompe con facilidad el
tallo del espárrago. Gran parte de los estudiantes y desempleados a causa del
COVID 19 abortaron la labor después de dos o tres días de trabajo. Los
cabilderos de granjeros y grandes productores agrícolas hicieron tanta presión
al gobierno federal, que consiguieron que se abriera la frontera para los
trabajadores agrícolas de Europa del este. Sin embargo, no llegaron suficientes
cosechadores, porque temían infectarse en Alemania. En consecuencia, una parte
importante de la cosecha se perdió –y el precio del producto aumentó. La otra
parte de la cosecha la rescataron los esforzados rumanos y polacos, pero muchos
de ellos a costa de su salud, pues se contagiaron del coronavirus debido a las
condiciones de alojamiento colectivo en las que habitan obligatoriamente durante
la temporada de cosecha. Los galerones en los que están hospedados carecen de
medidas de higiene mínimas, dormitorios individuales y no cuentan con servicios
médicos básicos; además, viven, con o sin pandemia de por medio, semi
confinados y sin mayor contacto con la población local. Una vez que llegan a
Alemania por avión, se dirigen directamente del aeropuerto a los campos de
cultivos. Cuando termina la temporada, toman la ruta de regreso. Sus
condiciones laborales a nadie le importan mientras que el precio de los
espárragos en el supermercado sea bajo, el producto sea fresco y las
condiciones de vida y trabajo no estén a la vista de la opinión pública, que
sólo se ruboriza un par de días mientras que la noticia de cosechadores
infectados se mantiene en las primeras páginas de los diarios y entre las notas
principales de los telediarios. Después de todo, se trata de trabajadores
extranjeros, que no están agremiados y no tienen manera de defender sus
intereses en el país.
Aquí
tenemos un ejemplo de cómo el estado de excepción por la emergencia sanitaria
produce condiciones de (in)movilidad selectivas. Ya mencioné cómo un puñado de
los refugiados en las islas griegas fue traído a Alemania tras presiones
diferentes. Unas cinco decenas se beneficiaron de este gesto humanitario,
mientras que más de 40 mil refugiados siguen viviendo en condiciones infames.
Se alegó que había un problema de logística y organización casi infranqueables
para llevar a cabo tal acción. Al mismo tiempo que se alegaba lo anterior y se
festejaba la “señal” humanitaria que mandaba Alemania al resto de la EU, el
gobierno de la canciller Merkel inició una operación de rescate de unos 220 mil
turistas alemanes dispersos por todo el mundo que, con aviones de Lufthansa
fletados, fueron transportados a casa para evitar que los conciudadanos
pudieran encontrarse en una situación sin servicios médicos “adecuados” en caso
de que la pandemia arrasara los países en los que se encontraban varados. En
situaciones como estas, un pasaporte alemán y un gobierno preocupado por la
seguridad de su población valen oro. Esta acción heroica no deja de provocar un
desagradable picor moral cuando uno se percata que detrás de esa preocupación
hay una escala muy clara de tasación de las vidas humanas. Unos humanos valen
más que otros y tienen más derechos y posibilidad de hacerlos efectivos.
Mientras que a unos se les transporta desde cualquier parte del mundo para ser
rescatados, a otros se les obliga a mantenerse en su sitio.
Experimentar
los efectos del estado de excepción en un Estado de derecho como Alemania
conlleva ventajas relativas inclusive para población vulnerable como la de los
refugiados en el país. Algunos de ellos -y aquí cuenta mucho también la
desigualdad- han logrado que las autoridades administrativas locales los
hospeden en lugares relativamente seguros de contagios, como hoteles o
pensiones, que están desocupados desde hace meses por las prohibiciones de
viaje y restricciones de movilidad imperantes. En efecto, estos refugiados,
apoyados por grupos solidarios de la sociedad civil, fueron informados que,
estando libres de infección de CIVID 19, podían interponer una queja ante
tribunales para obligar a las autoridades competentes a transferirlos, en
medidas de “descentralización”, a espacios en donde no corran el riesgo de
contagiarse. Así, han podido dejar los albergues en cuarentena. Su exigencia se
basa en que la constitución alemana garantiza la protección de la vida y salud
de cualquier persona en su territorio, sea o no ciudadano alemán. Las medidas
de cuarentana colectiva en los albergues de refugiados atentan contra la vida y
salud de las personas, por lo tanto, se debe salvaguardar su derecho, afirman
los jueces que han juzgado este tipo de casos, que, por cierto, no son muy
representativos. Este hecho relativiza mucho el alcance de la sugerente idea
del “homo sacer” y la lógica del estado de excepción de Agamben. Al menos, nos
debería prevenir de seguir ciegamente la lógica de un argumento sin someterla a
un examen empírico.
Tengo
otro ejemplo sobre cómo las condiciones creadas por el combate a la pandemia
tienen efectos importantes en las prácticas sociales, a saber: las protestas y
movilizaciones sociales. En principio, la exigencia sanitaria de confinamiento
y distanciamiento social impide una de las condiciones de posibilidad de la
movilización y protesta públicas: la presencia masiva de cuerpos en el espacio
público. Las formas de lidiar con y adaptarse a esta situación son diversas y,
algunas de ellas, muy creativas. Hace un par de meses, activistas pro migrantes
y refugiados en Lübeck, la ciudad en donde me encuentro, no querían que la
opinión pública y el gobierno federal olvidaran la situación de los refugiados
en las islas griegas y el compromiso de traer a algunos de ellos a Alemania,
aprovechando las declaraciones de muchas comunas y ciudades del país de
alojarlos e integrarlos. Así, pues, que organizaron una manifestación sui
generis. Debo decir que las manifestaciones y mítines políticos deben contar
siempre con la autorización de la autoridad para que se realicen con el fin de
que la policía pueda garantizar el ejercicio libre de los derechos de toda
persona que ocupe el espacio público: manifestantes, peatones, automovilistas,
comerciantes, etc. El primer desafío fue conseguir la autorización. Para ello,
se comprometieron a que sólo 50 personas asistirían a la manifestación y mitin,
guardando su “sana distancia” y usando cubrebocas. Así, de dos en dos,
realizaban un performance frente a la alcaldía de la ciudad, que era
videograbado, hacían algunas pintas y, en seguida, desocupaban el lugar para
que los otros manifestantes hicieran lo propio en diferentes puntos de la
ciudad.
Como
otra de las condiciones para el éxito de una manifestación no estaba dada por
el confinamiento sanitarios, a saber: la presencia de espectadores y medios de
comunicación. Los activistas subieron a la red y distribuyeron en las redes
sociales los clips de la protesta. Algo similar hicieron los integrantes del
movimiento ambientalista de jóvenes, “Fridays for future”, unas semanas
después, en la capital del país y frente al parlamento. Sin presencia masiva,
escenificaron un performance, pusieron una instalación político-artística
frente al Bundestag y lograron que su manifestación, sin personas y cuerpos
presentes, tuviera un fuerte impacto mediático.
También
están las manifestaciones organizadas por ultranacionalistas y teóricos de la
conspiración en contra de una supuesta “dictadura de los virólogos”, que
conspirarían, con una poderosa élite financiera trasnacional (¡ay, el
antisemitismo inerradicable!) para formar un estado totalitario global. Como el
virus no existiría, entonces estos manifestantes se reúnen en las plazas
públicas sin mascarillas, sana distancia o cualquier medida que evite la
propagación de las infecciones. Detrás de esto último no se encuentra,
únicamente, un desafío a las medidas sanitarias, sino la idea fascista de que
sólo los débiles se enferman y mueren (una idea que contradice
performativamente su afirmación de que no existiría el virus); y, en caso de
que uno de estos neonazis muera a causa de Covid 19, su muerte es heroizada
como una muerte en la lucha völkisch del pueblo alemán en contra de sus
enemigos.
Finalmente,
hay otras manifestaciones más recientes, por ejemplo las que están sucediendo
actualmente a raíz del asesinato de George Floyd a manos de la policía, en las
que resulta interesante su uso de las representaciones de la vida y la muerte.
Por lo que se alcanza a ver en la tele, son manifestaciones masivas, en las que
la mayoría utiliza cubrebocas, pero en las que es imposible practicar el
principio sanitario del distanciamiento social. La gente que sale a la calle lo
hace con conciencia de que asistir a una gran congregación humana muy
probablemente pueda resultar en un contagio del coronavirus. Sin embargo, su
indignación, hartazgo por tantas muertes de afroamericanos violentas e impunes,
deseo de justicia y rechazo al centenario y profundo racismo norteamericano son
tan poderosos que son capaces de poner en riesgo su propia vida para
manifestarse a favor de algo que, en términos aristotélicos, pueden ser
denominado “vida buena”. No se trata sólo de vivir, sino de vivir en una polis
en las que impere la ley, igualdad, libertad, solidaridad.
Esta
forma de protestar por una “vida buena” es la antípoda de la de los manifestantes
norteamericanos que tomaron, hace unas semanas, el parlamento de un estado de
los EEUU portando armas y vistiendo uniformes paramilitares. Su exigencia de
levantar restricciones para poder trabajar y que cada quien viva su vida como
mejor le parezca y tomando los riesgos que libremente elija, devela la idea de
libertad y vida de un individualismo egoísta del tipo “sálvese el que pueda y
con sus propios medios”. Detrás de esta exigencia hay una clara idea de
comunidad política (una no comunidad) y de Estado (el menos interventormente
posible en la vida de los ciudadanos).
A AGUDO: De acuerdo, antes que nada, con el argumento de que la crisis sanitaria pone de relieve las desigualdades y violencias de las sociedades contemporáneas, sobre lo cual mencioné algo con anterioridad. Luego está la cuestión de cómo la actual contingencia sanitaria provocada por el COVID-19 está incidiendo en los temas, lugares y sujetos de nuestras investigaciones. En el caso de mi trabajo actual, sobre la burocrática y violenta gestión de la migración y el asilo en la frontera México-Estados Unidos, encuentro situaciones agravadas, pero también paradojas y contradicciones análogas a las que encuentra Marco en el caso de la política del asilo en Alemania. Las nuevas reglas emitidas por el gobierno de Estados Unidos a partir del 21 de marzo de 2020, amparadas en el objetivo de frenar la expansión de la enfermedad, han permitido a los oficiales devolver a México a miles de migrantes sin necesidad de iniciar un proceso en sus centros de detención. Para el 9 de abril, la Customs and Border Protection había expulsado de esta forma a cerca de 10,000 personas, entre ellas casi 400 niños no acompañados por padres o tutores legales; alrededor de 120 de ellos fueron enviados rápidamente en aviones de regreso a Guatemala, Honduras y El Salvador, sin aclararse si el resto de los niños fueron devueltos a México o regresados a sus países de origen.[1] Pese al anuncio oficial de la deportación exclusiva de “indocumentados”, la directora del Programa de Protección a Refugiados de Human Rights First denunció que en Estados Unidos “están tratando igual a los solicitantes de asilo, con documentación que respalda sus circunstancias, que a los inmigrantes que cruzan ilegalmente la frontera, lo que viola la Convención sobre refugiados y el derecho a asilo”.[2]
Los albergues de Tijuana y otras ciudades fronterizas
del norte de México, de por sí por encima de su capacidad desde el inicio de la
implementación del esquema MPP (Migrant Protection Protocols, un esquema que
obliga a personas de terceros países a esperar en México mientras se resuelven
sus casos de asilo en Estados Unidos) se enfrentan ahora a una situación aun
más incierta como consecuencia de estas medidas excepcionales. Observadores y
representantes de organizaciones de derechos humanos acusan al gobierno de
Estados Unidos de emplear las nuevas ordenanzas para combatir la pandemia como
excusa para culminar su política anti-migratoria, la cual habría buscado poner
en práctica desde el establecimiento del Programa MPP. En abril de 2020, El
Colegio de la Frontera Norte de Tijuana publicó un informe sobre la situación
de los migrantes en los albergues de las ciudades fronterizas, dando cuenta de
la vulnerabilidad a que están expuestos como consecuencia de la combinación de
la pandemia y la política estadounidense de cierre de fronteras (véanse Coubès,
Velasco y Contreras, 2020).
No obstante, el
coronavirus ha expuesto asimismo las costuras de la política migratoria de
Estados Unidos, en cuyas abarrotadas prisiones para inmigrantes se multiplica
el riesgo de contagio de la enfermedad. Mientras que la guardia fronteriza
acelera la expulsión en caliente de personas retenidas en sus centros o
interceptadas en la frontera, la administración del presidente Donald Trump
blinda a los migrantes indocumentados en el campo, cuyo trabajo en la recogida
de las cosechas es esencial para garantizar el abasto de fruta y verdura en los
supermercados. Para ello, anunció que no se harían redadas para evitar que el
temor de los jornaleros a buscar atención médica generase focos de contagio:
“El coronavirus ha obligado a Trump a declarar de facto todos los hospitales
santuarios”.[3]
JL Escalona: Sólo quiero hacer notar que
de algún modo vuelven a aparecer los temas de esa compleja trama o
configuración de procesos que llamamos generalmente Estado, y que quizás todas
esas historias de concretas de movilizaciones e inmovilizaciones, de valoraciones
diferenciadas de la vida y la dignidad humanas, del derecho a la protesta, así
como de distribución desigual del riesgo que todo eso acarrea, nos remiten a distintas
concreciones o configuraciones de eso que llamamos (a veces de manera poco
crítica) Estados (o formas fractales del mismo, por ejemplo, en instituciones internacionales
cuyas recomendaciones tienen efectos en diversos Estados). También es cierto
que lo que aparece no son procesos unívocos o lineales, sino concreciones complejas
y muy diferenciadas de los procesos más generales. Es eso quizá lo que no nos permite
usar las grandes narrativas filosóficas como explicaciones del todo. No
obstante, siguen sirviendo para preguntar y para comparar.
Por último, me gustaría dar otros
ejemplos de movilidades selectivas, en especial por la repetición que hemos
vivido en Chiapas, México, de casos de movilización colectiva en contra de medidas
sanitarias. Al parecer es a través de las redes sociales que se ha difundido la
idea de que el coronavirus no existe, pero al mismo tiempo se acusa a las
autoridades de salud y sanitarias de estar diseminando la enfermedad justamente
a través de las estrategias de prevención de enfermedades (estrategias que, por
cierto, han sido aplicadas por muchos años). Aparecen así ataques a clínicas, a
brigadas de trabajadores que están haciendo fumigación para controlar la
población de mosquitos (y con ello la propagación de enfermedades como dengue, chikungunya
o zika) o de la mosca de la fruta. En muchas áreas del estado, este tipo de
controles sanitarios son fundamentales para enfrentar la propagación de
enfermedades y para prevenir daños en algunos productos agropecuarios. No
obstante, las noticias falsas en las redes, y una larga y complicada historia
de desconfianza en el gobierno y de mezclas abigarradas de entendimientos no biomédicos
de la enfermedad, así como la lógica de la conspiración, parecen ganar la
batalla. Es decir, acontecimientos cotidianos que antes eran casi invisibles, como
la histórica circulación/movilización de plaguicidas (para tener trabajadores
sanos y productos agropecuarios sanos que mandar a otros puntos del mercado) o
de información falsa en redes sociales, adquieren en esta coyuntura otros significados;
y esos nuevos significados levan a que las personas se movilicen y actúen, incluso
con violencia. Seguramente una investigación más detallada de estos hechos (que
se han repetido en diversos puntos del estado) llevaría a preguntas más
generales sobre las relaciones entre instituciones de salud y las poblaciones,
entre la medicina y las políticas sanitarias y otros saberes, y a la participación
de ello en la producción de la política, la autoridad y el gobierno; también a
una historia de relaciones entre los seres humanos y los mosquitos, moscas,
larvas y los virus que portan, y de allí a la historia de la sanitización y el
combate a las enfermedades en áreas tropicales, y su vínculo con la formación cotidiana
del estado, de la ciencia, y de la política (ver “Can the Mosquito Speak?”, de
Timothy Mitchell – en TIMOTHY MITCHELL 2002, Rule of Experts: Egypt, Techno-Politics,Modernity, University of California Press). Me parece de todas formas que una movilización crítica entre acontecimientos
concretos, o lo empírico si prefieren esa categoría, y las metateorías sociales
o filosóficas (otra forma de lo empírico en tanto está implicado en la
producción, por ejemplo, de políticas de sanitización – o como dice Alejandro,
nace de lo empírico) es lo que hace a la investigación algo más que una
actividad para descubrir el hilo negro o para profetizar los tiempos venideros.
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